sábado, 25 de septiembre de 2010

Variaciones sobre la buena muerte. Fragmento.

     1- El problema fundamental con respecto a mi actividad literaria ha sido que encontrar un tema significaba fracasar. Siempre me ocurrió lo mismo, podía imaginarme lo que fuere, pero hable de lo que hable, de una guerra, de un parricidio, de una serie inesperada de asesinatos, invariablemente me sentía defraudado por mí mismo porque no era la guerra ni el parricidio lo que me importaba sino la literatura sin más. El problema, tal como mis allegados me lo hacían ver -“mariconadas” decían-, era que yo ponía tanta pasión en eso que llamaba literatura que me quedaba sin tema que narrar. Cuando leía lo que ellos escribían me sentía realmente fascinado por la capacidad de atracción que generaban en sus narraciones porque lo que claramente les interesaba no era la literatura sino la vida. La consecuencia de mi errónea concepción fue que terminé separando tan radicalmente la vida y la literatura que ya no encontré ningún punto de contacto, transformándolo todo en una programática de la imposibilidad: transformaba mi idea de la literatura en una prescripción del fracaso y cuanto más fracasaba más mérito literario obtenía.



     Claro que cuando hablo de mi trabajo literario me refiero más bien a la mera y simple acción de sentarme frente a mis papeles, es decir, sólo y únicamente sentarme frente a mis papeles y no trazar ninguna letra, no conformar ninguna palabra ni oración, porque de algún modo eso, oración, palabra, letra, representaban un modo de la traición. Por eso, aún habiéndose publicado contra mi voluntad dos o tres cuentitos mal paridos en revistas de poca monta, más que un escritor secreto he sido un escritor absolutamente inexistente. Siempre me justifiqué señalando el poco tiempo que tenía para dedicarme de lleno a la escritura, pero incluso después de la muerte de mi mujer y de mi hijo -en circunstancias demasiado dolorosas como para nombrarlas-, cuando ya no hubo interrupciones o intereses opuestos a la finalidad de hablar de ese fracaso -hacer que la palabra venga a decir lo que significa el terror de perder todas las palabras-, me daba cuenta de lo difícil que era hablar de la imposibilidad de hablar, de usar palabras para decir que no hay posibilidad de ninguna palabra.
     En este sentido, mi inexistencia literaria no responde ni a la ceguera de la crítica ni a la del mercado, ni a nada parecido, en todo caso, mi inexistencia es una ganancia que yo mismo fui trazando. Lo comprendo y lo acepto. No cualquiera puede lograr tal sistematicidad, más que nada hoy, cuando se mal interpreta aquello de publicar antes de escribir. Porque cómo hacer entonces para que la propia obra se haga impublicable, cómo lograr el efecto de rechazo que le de singularidad a una obra. Esa es la única pregunta que mi literatura me ha permitido realizar, ¿cómo, en el contexto de la literatura argentina, volverse irremediablemente impublicable?
     Así fue hasta que la tarde del dieciocho de Julio de 2010 el doctor Monser me confirmaba que iba a morir en el lapso de un mes a causa de un tumor cancerígeno que concentrado en mi cráneo se había expandido hacia mi nuca y mi garganta. Entonces tenía el tema, descubría el tema y el tema era que iba a morir. No la estafa de la ficción sino la certeza de morir ahora, ya, dentro de un par de días, no la excusa imaginaria con la que fascinar al lector sino un tumor bien concreto en el cráneo que allanaba todo camino. La muerte me justificaba; su contundencia material era la promesa de que la escritura que la nombraba, la literatura tal como yo la concebía, es decir, como imposibilidad, se haga posible. Tenía entonces la oportunidad, la última, de hacer algo con todo aquello con lo que me había preparado durante toda mi vida. Muriendo me alcanzaba con hablar de mi muerte para reformular toda mi obra. 
     Luego de negarme a quedar internado, apenas salí de la clínica, pensé que de eso era lo que tenía que hablar en el Doceavo Congreso de Literatura de El Hoyo, cerca de la ciudad de Mailan, al que hacía ya unas semanas me habían invitado para realizar una ponencia sobre la escritura y la muerte. Al llegar a mi departamento me dediqué a destruir cada uno de los borradores que había estado escribiendo. Con el tumor en mi cabeza me alcanzaba con mantenerme en pie, enfrentando a mi público, les contaría algo acerca de mis intentos frustrados de enfocar el tema y cómo de repente el descubrimiento de un tumor cerebral y la inminencia de mi propia muerte vinieron a facilitar la escritura. Les contaría que recién entonces entendía que el fracaso de mis novelas e incluso el fracaso de las novelas en general remite a la esperanza de poder nombrar la muerte cuando en verdad nunca se ha tratado de escribir sobre la muerte sino de morir para recién entonces poder empezar a escribir.
     Habíamos avanzado ya un buen tramo del viaje; estaba sentado del lado de la ventanilla y me dedicaba a mirar el desierto que parecía de a poco ir metiéndose en mi cerebro confundiéndose con mis palabras, mis recuerdos, mi tumor, aplanándolos en una superficie de porcelana por la que yo mismo caminaba siguiendo la línea de la rajadura que había comenzado a abrirse. No sé por qué quise abrir mi mochila y encontré que unas ratas estaban comiendo la radiografía de mi cráneo. Pensé cómo esas ratas habían llegado allí pero no recordaba nada. Dado que durante mi ponencia pensaba compartir con el público mi radiografía para mostrarles el tumor, tuve que ir quitándoles del hocico cada partecita y reunir lo que había quedado para entonces ir armando cierto esbozo mental: sentado en aquel vagón yendo al lugar donde aprender a morir, tuve la sensación de ya haber estado en ese lugar, en ese asiento contra la misma ventana perdiéndome en el mismo paisaje desértico, metiendo la mano en la mochila, descubriendo esas mismas ratas  asomando sus hocicos por el cierre, tomando entre mis manos los mismos pedacitos de radiografía que entonces tomaba.
     Cuando miré el reloj vi que las agujas se habían clavado en las doce, es decir, en el mismo momento que el tren salía de Buenos Aires. Como la gente que me acompañaba en el vagón estaba dormida no quise molestar a nadie preguntando la hora pero, no sé, -seguro por la rotura de mi reloj- desde el momento en que el doctor Monter me informaba sobre el tumor comencé a sentir que las cosas pasaban más lentas, casi con desprecio, más bien arrastrándose a sí mismas. Pero a la vez esa misma lentitud generaba en mí una ansiedad que no podía manejar, como si algo en mi cabeza se acelerara de tal forma que nunca me encontraba del todo ahí donde estaba. Cierta verborragia mental, cierto ímpetu de las palabras apresurándose dentro mío, no me permitía lograr el equilibrio adecuado para acompañar la lenta velocidad del mundo, en todo caso, como si el mundo no reconociera la importancia de llegar a donde yo debía llegar, y fuese entonces que mi necesidad de ver lo que me habían prometido creara el desfasaje.
     Pensaba entonces que acaso por ese desfasaje sentía que lo que me pasaba era una repetición de algo que ya había pasado: era como si constantemente me adelantara a lo que sucedía, pero cuando intentaba controlar mi ansiedad y me concentraba en el aquí y ahora que vivía, ese presente se me revelaba como un pasado ya remoto. Pero también comenzó a sucederme al revés, en vez de vivenciar lo que me sucedía como algo ya pasado, se me presentaba como aquello mismo que estaba por suceder. Ciertas imágenes cruzaban y daban vueltas en el horizonte del desierto que nos acompañaba y yo pensaba por qué esas imágenes traían consigo, como un derroche gratuito, los cuerpos masacrados de mi hijo y de mi mujer. No dejaba de preguntarme por qué la imagen de Daniela con un tiro en la cabeza y de Agustín con un agujero en el pecho, y de dónde había sacado la idea de que esa era Daniela y que ese otro Agustín, pero lo raro entonces no era el recuerdo difuso sino encontrarme pensando con total y plena seguridad que algún día iba a conocer a Daniela y a Agustín o al menos a alguien al que yo pudiese llamar Daniela y Agustín. Lo que haya pasado con mi mujer y con mi hijo todavía no había pasado, era lo que todavía debía suceder, lo que aún esperaba por mí para efectivizarse, hacerse carne, tiempo y espacio.
     Igual, suele ocurrirme muchas veces y ya estoy acostumbrado. Desde la muerte de mi mujer y mi hijo -como más  adelante explicaré (si tengo tiempo y ganas)- cada tanto me encuentro pensando lo mismo. Siempre me pasó verme expuesto a pensamientos que se me presentan así, con una fuerza que nunca puedo manejar. En seguida entiendo que se trata de pensamientos absolutamente vulgares y que ya antes se me habían ocurrido, sin embargo, aún vulgares y hasta inútiles no abandonan esa fuerza y me arrastran o más bien se arrastran a sí mismos en la forma de un mantra inexplicable. Pero no sé, cuando llegamos a Mailan y descendimos del tren, de repente me pareció que Daniela pasaba caminando por el andén de enfrente. Movido por un impulso ciego perseguí a la que creí mi mujer buscando identificar esa particularidad que hace que un rostro sea distinto a cualquier otro rostro y así despejar todas mis dudas. Cuando abandoné mi persecución me daba cuenta que en realidad no recordaba ni conocía el rostro de Daniela y que en todo caso la idea del rostro de Daniela no ofrecía ninguna particularidad que hiciese que el rostro de mi mujer fuese el rostro de mi mujer. Sin embargo, un poco después me sentaba en el bar de la estación y volví a verla pasar detrás de la vidriera. Esa vez me contuve de perseguir a nadie y me prometí que si Daniela volvía a pasar delante mío dejaría que se vaya lo más lejos posible. Pero creo que eso fue un error, ya que desde entonces mi mujer comenzó a aparecer de modo constante. Fue entonces que empezaron los primeros mareos y los primeros vómitos que yo asocié a alguna fibra íntima que el tumor habría alcanzado.
     Abrí la mochila buscando algo donde vomitar y no encontré a mis ratas, encontré una sola rata que gorda e inflada estaba pariendo las crías que chiquititas y ciegas terminaron siendo cuatro. No sé, estaba seguro que cuando había comenzado mi viaje no había una sola rata en mi mochila sino que junto a ella había cuatro ratas adultas dando vueltas entre mis papeles. Intenté ser complaciente conmigo mismo, diciéndome que seguro se trataba de un error, que entonces había visto, como mucho, una rata preñada y que acaso la ansiedad con la que estada viviendo la inminencia de mi muerte me llevaba a acelerar lo que por sí mismo maneja sus tiempos.    
     Cerré la mochila, me puse de pie, sin saber muy bien hacia donde me movía salí del bar y me puse a correr intuyendo que ya debía ser el momento. Corría rápido buscando lo que me habían prometido, con cierto gusto apocalíptico que el viaje, los recuerdos y el paisaje iban dejando en mi boca. No en la boca, más bien, pensé en cierto instante apocalíptico de mi cerebro, aunque no tanto de mi cerebro sino transcurriendo y relamiéndose en mi cerebro. Ni siquiera lo decidía. No decidía correr mientras todo se hacía lento y yo no podía dejar de correr, ni decidía ese gusto de  lo apocalíptico cuando lo apocalíptico venía a mí como venía el viento, más allá de mí y de las ganas de que viniera.
     No sé a qué llamaba apocalíptico, en todo caso, cierto anhelo de que la destrucción de las cosas se dé de modo rápido y furioso. Pero las cosas nunca encuentran su fin, se resisten, se abrazan a sí misma y no ceden a su propia aniquilación. Agitado, en un momento detuve mi marcha, pregunté por la hora y me sorprendió que fuesen las cuatro de la tarde. Volví a preguntar pensando que se habían equivocado, pero no. Sólo habían pasado cuatro horas cuando yo pensaba que, mínimo, habían pasado ocho. No tenía que apurarme, más bien al contrario, me veía obligado a hacerme más lento, acompañar el vagabundeo del mundo, exigirme perder el tiempo. Pero claro está, me costaba horrores manejar mis ansias.
     Cuando me di cuenta que había estado corriendo hacia el Centro Cultural El Hoyo sin saber dónde quedaba, miré alrededor buscando al mismo hombre que me había dicho la hora y de pronto las calles se mostraban desoladas. No había más que perros, basura y cierto olor a mierda que salía de alguna parte de esa fosa de ranchos hundiéndose en el desierto. Sólo quería llegar al lugar donde se haría el congreso, decir lo que tenía que decir sobre mi muerte, buscar un lugar donde acostarme a dormir, y así dormido, con los ojos entreabiertos o con los ojos absolutamente abiertos mirando nada, en un caso o el otro, siempre en posición fetal y oculto bajo las frazadas, limitarme a esperar mi muerte, pero seguí caminando entre los ranchos y entre los ranchos no había nadie a quién preguntarle dónde quedaba El Hoyo, si sabía algo del Congreso de Literatura, ni dónde encontrar un lugar que tenga una cama donde acostarme y esperar morirme.
     Fue entonces que me daba cuenta que caminando por aquellas calles me estaba pasando lo mismo que en el tren. Claramente sentía que ya había estado en ese lugar, que sabía perfectamente de la distribución de cada una de las calles, los descampados, las esquinas, el carro que entonces pasaba delante mío tirado por un caballo marrón, las casitas a mi derecha, las arboledas pobres a mi izquierda. Una semana, un mes, un año atrás -tenía la certeza de ya haber estado ahí y que todo lo que entonces veía ya lo había visto, pero entonces qué fue lo que había visto cuando yo no estaba ahí para verlo.
     Notaba que había algo raro entre mi cuerpo y el paisaje, era como si mi cuerpo se moviera en un tiempo pasado o futuro que nunca terminaba de coincidir con lo que se mostraba en el presente. En el medio, en ese desfasaje, se jugaba mi intimidad, como si esa intimidad, pensaba, ésta misma, este modo de rumiar lo que siempre está desvaneciéndose, no fuera sino un efecto lógico de la fisura que se abría en la no coincidencia. Como si mi cuerpo anclado en algún lugar desconocido del pasado o del futuro -alejándose de la interpelación del presente de ese cielo, esos ranchos, esa mugre-, me condenara al papel de un testigo desbocado. Pero también al revés, digo, como si fuese ese presente el que arrastrándose -obligando a mi cuerpo a una lentitud imposible para mi situación-, me condenara a la intimidad de esta misma narración.
     Buscando a las afueras de Mailan el Centro Cultural donde se haría el Congreso, comenzaba a mostrarse lo que de algún modo eso que llamaba intimidad venía esperando. Pero era raro, porque no se trataba de esperar que ahí a unas veinte cuadras de la estación aparezca la zona comercial sino que cuando aparecieron los primeros comercios me daba cuenta que los estaba esperando. Pensaba entonces que el desfasaje quizás no remitía a tiempos diferentes sino a un único presente desfasado con respecto a sí mismo. Me detuve en cada negocio, preguntando por los precios, tocando, oliendo, probando. Sentía la necesidad de llevarme algo sin saber del todo qué cosa, o más bien buscando algo específico que sin saber de qué se trataba estaba seguro que al verlo podría reconocerlo. Pero no encontré nada, porque mis ansias de terminar con todo esto no me permitía la concentración necesaria como para saber qué era lo que quería comprar.
     Me pasaba en todo momento, era yo el que me adelantaba a las cosas, visualizando constantemente qué era lo que tenía que suceder sin darle al mundo el tiempo necesario para que suceda. Así caminé un buen rato esperando que se hiciera la hora, buscando de paso el lugar donde desarrollaría mi ponencia. Pensando en tomar un café en algún bar, comprendía que ya lo había hecho y desechaba entonces la idea, sin embargo al ratito me daba cuenta que no había estado en ningún bar tomando ningún café sino que sólo había estado pensando en hacerlo con tal fuerza que resultaba como si verdaderamente lo hubiese hecho. Caminaba por el centro comercial y me negaba a detener mi paso para ver las vidrieras pensando que había estado toda la tarde mirando vidrieras. Y sin embargo, claramente, no había visto ninguna vidriera sino más bien, desde que bajé del tren, sólo había estado pensando que para dejar pasar el tiempo lo mejor era detenerme a mirar las vidrieras del centro. Por lo que, cuando podía detenerme a mirar un rato, no lo hice pensando que ya lo había hecho. Lo mismo cuando quise tirarme un rato a descansar en el banco de cierta plaza y me negué a hacerlo pensando que hacerlo de nuevo resultaría anodino. Sin embargo, cuando terminé de pasar por la plaza me di cuenta que nunca me había recostado en ningún banco de ninguna plaza sino que sólo había pensado en hacerlo. Era mi ansiedad la que suspendía el acto, abortando la continuidad de las acciones para reducirlas a una mera posibilidad mental.    
     Con todo el tiempo del mundo para llegar a mi Congreso de Literatura, lógicamente comencé a sospechar de si mi ponencia no entraba dentro de esa lógica de la suspensión y el aborto con la que yo mismo reducía el mundo que me rodeaba a una idea evanescente. Un poco nervioso empecé a preguntarle a la gente con la que me iba cruzando si sabía algo del Congreso de Literatura de El Hoyo y cómo hacer para llegar a El Hoyo, y todos, invariablemente me dijeron que no sabían que por la zona existiera algún lugar llamado El Hoyo, que estaban seguros de no haber escuchado nunca en su vida de un lugar llamado El Hoyo. Pensé en la posibilidad cierta de que El Hoyo no quedara cerca de Mailan. De existir un lugar llamado El Hoyo, me dije, seguramente se levantaría a miles de kilómetros de Mailan, pero, claro, rechacé sistemáticamente esas palabras en mí entendiendo que existen pensamientos que trazamos con la única finalidad de hacernos daño.  
     Sin embargo no pude impedir que entonces regresaran los mareos. Pero no eran mareos. Para mí es habitual sentirme mareado pero esa vez fue distinto. Cuando comienzan los mareos siempre me parece que es la realidad la que se mueve. Es una sensación fugaz, porque inmediatamente me doy cuenta que no son las cosas sino que algo en mi cerebro se ha desconectado. Entonces, cuando aparecen las náuseas y las puntadas en la sien, abandono la hipótesis y me concentro en el modo de controlar el desequilibrio de mi organismo.
     Esa vez, en el centro comercial de Mailan, me pasó al revés. No fueron las cosas las que primero parecieron moverse, sino que primero sentí las náuseas y las puntadas y recién entonces me pareció que las cosas se movían. Me concentré en lo que veía. Era un movimiento continuo y suave de vaivén por el que las tiendas, la gente, las cosas, parecían acercarse y luego alejarse de mí. Una especie de temblor lento, muy lento, tan lento que seguramente permanecería imperceptible para el que no lo buscara. Así concentrado, un poquito después, me daba cuenta que las náuseas y las puntadas habían desaparecido, no tenía ganas de vomitar ni sentía ningún otro malestar. Sin embargo el temblor de las cosas continuaba en derredor. Me pareció entonces descubrir el error por el que siempre había mal interpretado lo que me sucedía. El error era entender que los mareos me sucedían a mí cuando más bien le pasaba al mundo, como si fuese el movimiento de las cosas el que se mostraba al prestarle un poco de atención y no una desavenencia de mi percepción.      
     En todo caso más que mareos se trataba de cierta onda expansiva: en algún lugar de mi cerebro y de mi pasado algo había explotado, pero sólo ahora venía con retraso a correr las cosas de su lugar. Me acordaba de mi mujer y de mi hijo, me acordaba de sus cuerpos agujereados y enchastrados de sangre abandonados en el piso, y a la vez no sabía por qué con esa claridad decidía que esos cuerpos fueran el de mi mujer y el de mi hijo cuando nunca había visto así, en esa horrible situación, ni a mi mujer ni a mi hijo. Pensaba en la ruina de lo que había sucedido y el estatuto de la espera de lo que debía venir, en cómo aprender a perder el tiempo para poder comenzar a jugar con los restos del desastre, las esquirlas de lo que se rompió para con ello armar el relato que justifique esa misma espera. Pero cómo hacer para perder el tiempo y sostener la incertidumbre del relato, la narración o el comercio conmigo y con otro y con todos, ahí donde todos y uno mismo se exige la afirmación, el orden y la identidad.
     Lo cierto es que así estuve dando vueltas por el pueblo durante unas cuatro horas, yendo de acá para allá, mirando vidrieras, tomando café en tres bares distintos, recostándome un ratito en el banco de una plaza, quizás, no sé, en todo caso, pensando en mirar vidrieras, tomar café, recostarme en el banco de un plaza, sin hacer, desde luego, nada de todo eso. Entonces, en la esquina de la plaza, supe, y no sé cómo supe ni de dónde venía ese saber, que ahí, a unas dos o tres cuadras de la plaza me encontraría con el Centro Cultural de El Hoyo y con mi Congreso de Literatura. Iba apurado pero no sé por qué me apuraba cuando todavía, seguramente, faltaba un tiempito para que comience. Caminaba agitado y veía claro el desfasaje: la necesidad de que todo termine rápido y la resistencia de aquello que se niega a terminar. Siempre es una cuestión de velocidades. En nuestro cerebro todo parece pudrirse rápido, muy rápido, tan rápido que ni siquiera podemos ver qué es aquello que se pudre, y sin embargo, a la vez, las cosas se mueven tan lentamente, tan exasperadamente lentas, que sólo pueden entregarnos desprecio e indiferencia. El cerebro conecta con el apocalipsis, pero cuando pretende corresponder con las cosas siempre queda desfasado. Por eso digo que es una cuestión de velocidades. La velocidad del cerebro es inevitablemente apocalíptica. Consume lo dado, exhuma el presente, aniquila el sentido, cuando aquello que se ha aniquilado todavía perdura. Entonces termina consumiéndose a sí mismo.  
     Digo, y sin embargo, cuando llegué a lo que de inmediato consideré que se trataba del edificio del Centro Cultural de El Hoyo y el Congreso de Literatura, me encontré con que ya estaba terminando. Desde la esquina se escuchaban algunos aplausos y la gente ya estaba saliendo del lugar. Empecé a correr, me metí entre la muchedumbre, empujando con mis codos y mis hombros a los que me frenaban. En la puerta pregunté y me dijeron que sí, que ya había terminado. Quise hablar con alguno de los organizadores pero me dijeron que en ese momento era imposible hacerlo, les dije que yo era uno de los invitados a dar una ponencia y me contestaron que lo sentían mucho pero que necesitaban desalojar el lugar para dar comienzo a una próxima reunión.
     Me cerraron la puerta en la cara. Miré a los costados y ya no quedaba nadie en la entrada. Me puse a golpear una y otra vez contra la vidriera. Nadie contestó a mi llamado, pero no necesitaba que nadie venga a decirme que no se trataba de un Centro Cultural sino de una Iglesia Evangélica. Sentí impotencia, no sabía qué hacer. Todo lo que había hecho por mi obra -cada hora de mi vida, mi soledad, mis renuncias-, toda mi obra  se desvanecía en el aire. Ya no había forma de nombrar mi muerte. El sólo pensar en la inutilidad de mi obra era el mar de la mierda de todas las palabras en el que de pronto me ahogaba. La sola idea de nombrar mi muerte era la cadena que apretando mi cuello estrangulaba mis pulmones. Me decía que debía calmarme, que nada en el mundo era tan importante. Tenía que amigarme con el paisaje dado, tenía que amigarme no con la muerte sino con la imposibilidad de vivir y nombrar la muerte, eso, el fracaso de no llegar, ¿no?, porque las cosas se iban y la realidad pasaba a tal velocidad que no me permitía sino el gusto de perderla. Simplemente se me daba así: una vida abortada, una muerte muda, una obra al pedo. Pero, claro, la calma era un lujo que me estaba negado.

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